domingo, 4 de diciembre de 2016

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

LA DESILUSION Y OTROS DEMONIOS
Hay imágenes que llegan para quedarse, en lo personal  evoco entre éstas  la de un niño pequeño durante la Guerra Civil Española, a quien acaban de regalar un par de zapatos, su  expresión denota que no cabe de felicidad abrazando aquel tesoro; es  de esas fotografías tonificantes que puedo ver una y mil veces sin cansarme. Algo similar observé en fechas recientes, se trataba de  un adulto quien salía de un comercio  con un par de zapatos nuevos, no podría precisar datos del producto,  lo que mi ojo capturó fue la caja de calzado, y por encima de todo ello el gesto de aquel joven adulto en una expresión a la cual bauticé: “El dulce sabor de la ilusión”, inspirador término que me dio para mucho más que imaginar y pensar, y que hoy deseo compartir.
   Uno de los problemas graves del consumismo  es  pretender cubrir las necesidades afectivas con objetos materiales, en lo que el diseñador y productor cinematográfico Tom Ford ha denominado de manera muy atinada “La cultura de las cosas”, tendencia que genera un creciente vacío interior, mismo  que tratará  de llenarse del modo más accesible, con cosas materiales, lo que convierte aquello en un círculo vicioso con que genera hartazgo y vacío.
   Esta concepción consumista de “tengo luego existo” que contraviene los principios del clásico cartesiano “Cogito ergo sum” es el disparador absoluto para el consumo dentro de una sociedad como la nuestra, elemento por el cual nunca dejaremos de comprar  lo último en el mercado, la nueva versión, la tendencia de moda… De manera subliminal aquel mensaje nos conduce a asumir que el mundo nos valora por lo que tenemos, ocupándonos entonces de  no quedar rezagados en el sistema de la perpetua  innovación. De este modo tan absurdo como avasallador, los consumidores alimentamos de  manera continua  el inextinguible fuego del  mercado.
   En este extraño mundo que nos hemos creado una constante es el vacío interior que tal vez los adultos adormecemos mediante la utilización de químicos, el barullo o el sexo efímero, sin embargo hay una pequeña figura que con frecuencia se descuida, un espíritu que se queda en medio de aquel caos con un vacío imposible de llenar, lo que traerá a la larga problemas estructurales graves. Las sociedades modernas producen una enorme cantidad de niños solos, que aparte de su estado de abandono en ocasiones llevan cargas extracurriculares agobiantes que poco apuestan a la generación de infancias felices. 
   Un pequeño cambiaría la tableta más costosa por una tarde con papá o mamá; sin dudarlo descartaría cualquier juguete de tercera generación a cambio de la compañía cálida y enriquecedora de alguien que le manifieste que lo quiere, que lo acepta y que es importante, porque muy en el fondo lo que el  chiquito desearía es  saberse valorado por los demás  por lo que él es, y nada más.  Esos niños  necesitan satisfacer a toda costa su sentido de pertenencia, tener la seguridad de que sobre el planeta existe un punto bendito llamado “hogar” dentro del cual son siempre tomados en cuenta, amados y reconocidos.
   Esos niños solos crecen sin una escala de valores que los afiance al planeta, de modo que el concepto de la vida misma es muy relativo, y no dudarán en jugársela sin medir las consecuencias, pues ellos no han asimilado el hecho de que la muerte es para siempre. Desde la soledad y la plétora material nuestros pequeños difícilmente logran establecer una escala funcional de valores.  No hay mucho de donde abrevar comportamientos que   funcionen a modo de paradigmas, y luego sobrevienen las tragedias, como la recién acontecida en esta frontera con dos adolescentes que terminaron muertos de manera absurda en un juego de ruleta rusa.  De ninguna manera podríamos levantar un dedo y señalar culpables, desconocemos a fondo lo que sucedió, y aun cuando lo conociéramos, no es nuestro papel convertirnos en jueces de nadie, sin embargo desde aquí  podemos unirnos al dolor inacabable de esos padres y volver la vista al resto de chicos que pudieran hallarse en circunstancias similares, y de alguna manera actuar para evitar que una tragedia de esta magnitud pueda repetirse.
   N.L. Kleinfield ganó el Pulitzer de Periodismo 2015 por un reportaje que habla de George Bell, un hombre solo en la Gran Manzana, acumulador compulsivo que terminó rodeándose de objetos materiales para acallar su soledad.  De alguna manera a todos estremece porque a todos retrata, me hace recordar “El Grito” de Edvard Munch, cuya  descarnada imagen nos atrapa porque  condensa los pequeños gritos que todos llevamos dentro.
   “Desilusión”, terrible realidad que viven nuestros niños en un mundo consumista del cual todos somos responsables. Tiempo  entonces de poner las cosas en perspectiva  y  sanar vidas.

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