RUMBO AL 2 DE
JUNIO
Si mi voto cuenta, yo existo cívicamente; si yo existo cívicamente, mis esperanzas de toda índole encuentran un fundamento racional:
Carlos Monsiváis
Como la mayor parte de actividades en mi día a día, voy al
supermercado sola. Resulta un divertido coloquio
de mí conmigo, pero sin misantropía, atenta por si hallo en la tienda
compañeros del IMSS, con quienes trabajé durante muchos años. Tras cada uno de esos encuentros me sorprendo
sonriendo frente a las latas de sopa, o las
servilletas de papel. Me divierte
imaginar lo que llegarán a pensar quienes observan mi gesto en solitario al avanzar por los pasillos.
Tengo la añeja costumbre de solicitar el auxilio de un
empacador de la tercera edad. Lo hago por solidaridad a su limitada economía; además,
porque la plática me provee de grandes aprendizajes acerca de la vida. Mi consentida es Lupita, la más bajita del
grupo; invariablemente va siempre muy arreglada a su trabajo, hasta con un moñito en
espiral adornando su cabello. Ha debido
enfrentar grandes dificultades, pero, pese de ello, jamás le he conocido un gesto
más allá de una sonrisa y un trato amable.
Está Roberto, quien en su vida activa fue jardinero, y me hace
sugerencias para mi pequeño jardín. José, quien emigró hace muchos años de una
población vecina a Coatzacoalcos, Veracruz, y todavía no puede acostumbrarse al
clima semidesértico de la región, o Juanita, que parece leerme la mente a la
hora de acomodar los víveres en las bolsas reciclables que llevo. Por cierto, ella está en espera de su
tercer bisnieto.
Esta vez me tocó una mujer que ha de rondar los sesenta años, aunque los
surcos de su rostro de tez blanca sugieran
más edad. No la conocía y no pude
identificarla por su nombre debido a la falta de gafete.
—Es que siempre
se me anda cayendo —me dice mientras se pasa la mano por el pecho como para
señalarme dónde debía de traerlo. —Me llamo Rosa.
—Mucho gusto,
Rosita. ¿Es nueva aquí?
—No, lo que pasa
es que estuve mucho tiempo enferma. Dos
años, ¡imagínese!
—Voy a necesitar
que me ayude. — Le comento mientras la veo terminando de acomodar la mercancía
en la caja registradora.
Como de costumbre, no he puesto atención en la sección del
estacionamiento donde aparqué el vehículo.
Finalmente, lo diviso y señalo a la empacadora el sitio, para
encaminarnos allá.
—Y qué, Rosita:
¿Ya lista para votar? ¿Ya tiene su credencial de elector? —Voltea a verme, su rostro mantiene los labios
apretados y la mirada firme, gesto que se agudiza tras mi pregunta.
—¿Por qué…? ¿Es
líder de algún partido? — Sus manos aferran con mayor firmeza el carro del
mandado.
—No, Rosita. De ningún partido —remarco— soy simple
ciudadana.
—Ah, ¿y entonces
por qué me pregunta que si voy a votar?... Si es lo mismo de siempre, puro
mugrero…
—Ese es el punto;
el país depende del voto de cada uno de nosotros, los ciudadanos. Si usted se siente muy bien con cómo están
las cosas, hay que ir a votar para que siga el mismo gobierno. Si usted no está contenta, hay que ir a votar
por el cambio. Y no olvide, vote por quien vote, no pueden quitarle los
beneficios de los programas sociales, porque están en la Constitución.
—No, no le
creo. Usted es de algún partido. A ver: ¿Por quién vota usted siempre? —Para
ese momento la percibo retadora. En tono conciliador le hago saber que yo nací
el mismo año en que se consiguió en México el voto para la mujer, un logro muy
importante que debemos de aprovechar todas.
—Cada vez que hay
elecciones voto por el que me parece el mejor candidato —respondo—. En cincuenta años que tengo votando, lo he
hecho por distintos partidos. Unas veces
por uno, otras veces por otro.
—Ah, entonces usted
es una indecisa…—Su tono de voz se ha elevado de manera notable. Para ese
momento hemos terminado de acomodar la mercancía en la cajuela y ella gira el
carrito en ademán de marcharse.
—No, Rosita. No es por indecisa que cambio mi voto en las
distintas elecciones; es mi derecho como ciudadana, de apostarle cada vez al
México que considero que es mejor para
mí y para mi familia.
Me estudia fijamente.
Tan es así, que ni ha puesto atención en el billete que saqué de mi
cartera y que el viento hace ondear entre mis dedos, mientras cierro la cajuela.
Termino diciendo:
—La próxima vez
que venga la voy a buscar para que me ayude otra vez y seguimos platicando. —Hasta entonces deja de mirarme. Toma el
billete, abre su cangurera y lo coloca extendido con otros dos o tres que trae dentro en
perfecto orden. Finalmente me espeta:
—Pues ni para qué,
si siempre es lo mismo, puro mugrero.
Conclusión: Queridos amigos, tenemos mucha tarea ciudadana
de aquí al 2 de junio.